Querido
diario:
Sé
que hace mucho que no te escribo. También sé que este es el comienzo de todas
tus páginas. Esta vez me he pasado. Hace veinte años que escribí (tu)mi última
página. Veinte largos años han pasado, y yo me siento igual. Me quedé en la
veintena, como todos. Sin embargo, he de decirte que las cosas sí que han
cambiado ahí fuera.
Si
tengo que escoger un momento importante para empezar a contarte cómo me siento,
elijo sin duda el año 2015, con todos sus pros y sus contras. Recuerdo el 2015
como si fuera ayer. Mi último año de estudiante (o eso pensaba yo). Aquel
Máster que nos robó media vida, y debió abrirnos tantas puertas... Recuerdo muy
especialmente una tarde. Aquel día iba sola en el coche hacia la Universidad de
Alicante. Mientras pasaba por las salinas de Santa Pola, (donde el agua era
rosa, ¡y había hasta flamencos!) me planteé cómo sería el Máster perfecto, la
combinación perfecta de clases y prácticas, los profesores enseñando con las
metodologías por las que abogan y no con las que indican que son inútiles y
regresivas. Me planteé todo eso y muchas cosas más. Soñé que en un futuro las
cosas serían distintas. Recuerdo, de hecho, una práctica muy especial. Nos
dijeron que debíamos escribir sobre el futuro de la educación, sobre la
educación del futuro. ¡Vaya gracia! Todos pensamos que tenía que ir a mejor,
que en quince años todos los alumnos tendrían pantallas táctiles en sus
pupitres, acceso a internet, las famosas gafas del recién desaparecido Google,
lectores digitales, pizarras que escriben solas, blog, Moodle, y todas esas
cosas que en realidad hace años que no se llevan. De hecho, nunca llegaron a
hacerlo.
¡Pobres
alumnos de Máster! Nos imagino, nos recuerdo. Pensábamos que la educación había
tocado fondo, que sólo podíamos ir a mejor, que con nuestra ayuda y nuestra
vocación podríamos cambiar el sistema educativo desde dentro. Nada más lejos de
la realidad.
Los
profesores se han ido jubilando cada vez más tarde. Algo que resulta lógico si
tenemos en cuenta que la esperanza de vida es de 105 años. Claro, esto tiene
sus consecuencias. Hace cinco años que no salen oposiciones. Los profesores que
ya no pueden ir al instituto dan las clases desde casa. Pero todo sigue igual,
Diario, nada cambia en el fondo. Los alumnos siguen acudiendo a los centros
obligados, siguen aprobando resignados, siguen aburriéndose en clase de lengua.
¿Cómo puede ocurrir esto? ¡Con todo lo que hemos estudiado! ¡Si llevamos años
investigando! Las teorías comunicativas y constructivistas del aprendizaje han
sido mejoradas y matizadas, las TIC han sido introducidas en todas las clases
de España y del mundo, los distractores más comunes han sido prohibidos y
confiscados. Llevamos muchos años estudiando el modo en que los profesores
deberían dar clase para que los alumnos tengan la motivación necesaria. Pero
nadie lo hace, Diario, nadie.
Todo
esto me lleva a una reflexión: ¿de qué sirve dedicar toda una vida al estudio
si no he pisado ni por un minuto las aulas? ¿Qué importancia tienen mis teorías
sobre didáctica de la lengua, si no puedo ponerlas en práctica en una clase? ¿Para
qué tantos libros engrosando las paredes de la biblioteca, si terminarán por
desaparecer los alumnos universitarios? ¿Por qué seguir imprimiendo libros físicos
y matando árboles si ya nadie lee? ¿Es todo esto para alimentar nuestro ego y
pensar que estamos haciendo las cosas bien? ¿Qué sentido tiene nada, si no
hemos sido capaces de mejorar la práctica docente? Ninguno.
Estoy
triste. Sabes que sólo te escribo cuando lo estoy. Llevo tantos años inmersa en
un proyecto y en otro, que no me he dado cuenta de lo triste que estoy. Ahora
recuerdo aquel año 2015, recuerdo el ansia que teníamos por acabar aquel
maldito Máster. ¿Quién iba a decirme a mí, con las ganas que tenía de sentarme
en la silla negra y acolchada, que nunca tendría la oportunidad de dar una
clase cara a cara? Qué triste, Diario. Qué triste.
Y
allí siguen, aquellos profesores que me doblan la edad (y ya no soy ninguna
niña), que nunca dieron paso a las nuevas generaciones, que nunca quisieron
ponerse al día en tecnologías varias, que no supieron escuchar lo que los
alumnos necesitaban. Aquellos que decidieron que lo mejor era seguir con lo
suyo sin importar lo que viniera. ¿Pero qué fue de nosotros? Si tú supieras
Diario, si tú supieras…
De
todos mis amigos filólogos, la mayoría tuvieron que emigrar, tuvieron que irse
al exilio, ¡como en la guerra! Y yo, yo que nunca gusté de estudiar, terminé
investigando sobre educación. Pensaba que así conseguiría cambiar las cosas, que
creando nuevas teorías incentivaríamos a los profesores a cambiar sus
metodologías arcaicas y decimonónicas. De nuevo, nada más lejos de la realidad.
Puedo vivir gracias a que trabajo en una empresa en la que creamos hologramas
(muy bien conseguidos, he de decir) de escritores, pintores, escultores, y artistas
en general con todo lujo de detalles. Aún queda hueco para la cultura ¡No está
todo perdido!
Hoy
precisamente he terminado el prototipo del próximo holograma de Miguel
Hernandez. El muchacho murió tan joven… ¿Quién nos iba a decir a nosotros, que
lo estudiábamos con los codos sobre la mesa, que podríamos tenerlo a él en
(casi) persona para preguntarle todo lo que quisiéramos? ¿Cómo podríamos haber
imaginado algo así? ¡Es de locos! A mí me habría parecido una locura hace 15
años, y sin embargo aquí estoy, enseñando a mi holograma, (con un millón de
comandos, en un idioma que jamás pensé que pudiera comprender) a tener sentido
común, contestar las preguntas con coherencia, e incluso mantener una charla
animada de cualquier tema. Esto último es parte de mi última investigación
sobre oralidad. ¡Ay, Diario! Es que no lo puedo evitar… ¿No me ves? Sigo
soñando con un día en el que las cosas vayan hacia arriba, y las ganas de
enseñar y de seguir aprendiendo superen con creces cualquier oposición que se
precie.
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